martes, 11 de septiembre de 2007

El centenario de un gran maestro

Fuente: JONNATHAN GLANCEY. The Guardian, especial para Clarín

El arquitecto de Brasilia habla de su obra ¡y de sus nuevos proyectos!


Fidel Castro me mandó esta caja de habanos la semana pasada", dice Oscar Niemeyer, que luce muy atractivo con pantalones azules de lino y un camisa negra con botones de plata. La entrevista tiene lugar en su estudio, un penthouse frente a la playa de Copacabana, en Río de Janeiro. El gigante entre los arquitectos agrega: "Una vez Fidel vino a verme tarde por la noche y el ascensor, que es muy viejo, se descompuso. Llamé a un vecino y le pregunté si mi amigo podía pasar por su departamento. Estaba en pijama, y creo que se sorprendió un poco al ver que cuatro guardaespaldas enormes, y después Castro, atravesaban su dormitorio. Fidel le regaló un cigarro."




Niemeyer tuvo una vida increíble. Hace cincuenta años empezó a trabajar en el primero de sus cinco deslumbrantes monumentos cívicos para Brasilia, el Palacio Alvorada, la residencia oficial del presidente brasileño, una construcción que no tiene parangón en el mundo moderno. Brasilia sigue siendo una asombrosa combinación de audacia arquitectónica, planeamiento urbano de vanguardia y voluntad política. Su centro futurista —que en la actualidad es Patrimonio de la Humanidad— se construyó en apenas 41 meses gracias al estímulo de Juscelino Kubitschek, el presidente brasileño populista que al asumir, en 1956, prometió "cincuenta años de progreso en cinco."

A cargo de la planificación de la ciudad , que se inauguró en 1960, estuvo Lucio Costa, que le ofreció a su protegido Niemeyer la oportunidad arquitectónica de su vida, la creación de los edificios para Brasilia, una de las ciudades más características del mundo. Por aquí, un emblemático edificio del Congreso. Por allá, un Palacio de Justicia con arcadas. Por aquí, elegantes ministerios. Por allá, una catedral revolucionaria y edificios de departamentos ultramodernos. Como si la construcción de esta ciudad, que continúa, no bastara para mantenerlo ocupado, Niemeyer declara: "Tengo mucho trabajo nuevo. El presidente de Angola me propuso el diseño de una nueva capital para su país que tendría cuatro veces las dimensiones de Brasilia." ¿Cuatro veces más grande que Brasilia? Eso llevaría cuatro veces más tiempo. "Son dieciséis años", dijo, "¿o podría hacerlo en menos tiempo?"

Niemeyer sonríe. Para la inauguración de la capital angoleña tendría 115 años. Cumple 100 en diciembre y sigue yendo todos los días a su estudio, que se encuentra en un edificio Art Déco curvo de diez pisos, que, por motivos obvios, es conocido como el edificio Mae West. Aquí dibuja, habla con colegas, familiares y amigos, almuerza sentado a una mesa desde la que se domina la playa de arena blanca y el mar, fuma pequeños cigarros, toma una copa de vino y dibuja un poco más.

Disfruta de la compañía de escritores, filósofos, científicos, periodistas, así como de políticos de cierta estatura. Castro estuvo aquí varias veces. Hace no mucho tiempo, el presidente cubano declaró: "Niemeyer y yo somos los últimos comunistas del planeta." Miembro del Partido Comunista Brasileño desde 1945, Niemeyer recibió el Premio Lenin de la Paz en 1963. Hace unas semanas, Hugo Chávez, el presidente venezolano, también estuvo aquí.

Muchos arquitectos lo visitan con cualquier pretexto. Ninguno de ellos, sin embargo, es más famoso que el propio Niemeyer. Es el último de los "héroes" del Movimiento Moderno. Le Corbusier, Mies van der Rohe, Frank Lloyd Wright y Alvar Aalto admiraban a ese joven brasileño que convirtió la arquitectura en un mundo maravilloso de curvas sensuales. Sin embargo, no siempre entendían la manera en que Niemeyer transformaba la arquitectura del Movimiento Moderno para adaptarla a las condiciones brasileñas.

"Walter Gropius vino a verme a mi casa de Canoas, sobre Río. La diseñé según una secuencia de curvas naturales de modo tal que fluyera a partir del paisaje circundante. Me dijo que era muy bella, pero que no se la podía producir en serie. ¡Como si a mí interesara semejante cosa! ¡Qué idiota!"

En la actualidad, Niemeyer vive en lo que llama "un departamento común", también en Copacabana, cerca del estudio. La casa de Canoas, es ahora la sede de la Fundación Oscar Niemeyer. "No me gusta hablar de arquitectura", dice. "La vida es muy corta. No es más que un soplo, y es mucho más importante que los edificios". Resulta extraño escuchar eso de labios de un hombre que vivió y respiró la arquitectura como pocos, y que además sobrevivió a sus contemporáneos.

Hablamos de la vida, del universo, de libros, de política, hasta que Niemeyer —como me imaginaba— empieza a acercarse a la arquitectura. Una de mis posesiones más preciadas es un dibujo que una vez me hizo del Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi, una construcción ultramoderna que parece planear como un plato volador sobre la roca en la que se eleva.

Por más que Niemeyer tenía 89 años cuando la inauguró, en 1996, la construcción rebosa energía juvenil. "No me siento mayor de 60", dice el arquitecto, quien en el año pasado se casó por segunda vez con la que fue su asistente durante muchos años, Vera Lucia Cabreira, de 60. "Todavía puedo hacer todo lo que hacía a esa edad", asegura Niemeyer.

La primera construcción curva de Niemeyer, la iglesia de San Francisco de Asís en Pampulha, parece formarse a partir de una sola línea que fluye. Es una obra conmovedora y creativa, que transmite la impresión de haber sido diseñada en un momento y sin el más mínimo esbozo de duda en la mente del arquitecto.

"En mi caso, la arquitectura siempre empezó por el dibujo", dice Niemeyer. "Mi madre contaba que cuando era chico dibujaba en el aire con los dedos. Necesitaba un lápiz. Una vez que tuve uno en la mano, no dejé de dibujar. Las construcciones aparecen sobre el papel como usted dice, pero no son producto de pinceladas gratuitas. Muchos pensamientos almacenados en mi biblioteca mental guían el lápiz. Pero cuando veo el lugar donde se va a construir, considero el presupuesto y pienso en cómo sería, y qué sería, los dibujos aparecen rápido. Tomo el lápiz y fluyen". No hay nada más que decir.

"Sin duda les di muchos dolores de cabeza a mis ingenieros en el transcurso de los años, pero siguen conmigo. Siempre quise que mis construcciones fueran livianas, que tocaran el suelo con gracia, que se precipitaran y se elevaran, y que sorprendieran. La arquitectura es invención. Tiene que proporcionar placer y funcionalidad. Si uno sólo se preocupa por la función, el resultado es malo. Muchas de mis construcciones fueron monumentos cívicos y políticos, pero tal vez algunas le dieron a la gente común, a la gente que no tiene poder, una sensación de placer. Eso es lo que pueden hacer los arquitectos. Nada más."

Cuando vuelvo a visitar el Museo de Arte Contemporáneo, hablo con visitantes de extracciones diferentes, hasta de las paupérrimas favelas de Río. Es evidente que les proporciona placer. Las parejas recién casadas vienen aquí a sacarse fotos. Los chicos corren con los brazos abiertos, como si quisieran abrazar esta construcción imponente pero acogedora.

En ocasiones las construcciones instantáneas de Niemeyer oscilan hacia el vacío, como en el caso del flamante Museo Nacional de Brasilia, una bóveda de hormigón de 80 metros que recorre, por dentro y por fuera, una senda elevada serpenteante. Es una idea fantástica, pero sin nada que mostrar en su interior. No hay colección alguna y sólo una galería, pero la construcción es una exposición de sí misma. Sin duda una construcción necesita una función, y si bien Niemeyer es un prolífico creador de formas, hasta él necesita desafíos, así como la disciplina de un propósito. Es por eso que las grandes curvas de los edificios principales de la Universidad Constantino de Ain el Bey, Argelia, que encargó el presidente Houari Boumedienne, o la impresionante cúpula de la sede del Partido Comunista en París, resultan tan convincentes. Se trata de obras deslumbrantes que apuntan a un fin al tiempo que deleitan a todo el que las ve.

Niemeyer pasó de ser un desconocido a convertirse en uno de los arquitectos más originales y talentosos del Movimiento Moderno, un hombre que tiene una comprensión simultáneamente intelectual e intuitiva de las posibilidades de la construcción en hormigón armado. En Brasil el acero era demasiado escaso y caro para que pudiera usárselo en la mayor parte de las obras, mientras que el hormigón no sólo era barato, sino que podía tener aplicaciones impensadas sin exigir más que mano de obra con una calificación relativamente baja. En la construcción con hormigón, Niemeyer descubrió una forma de conformar una arquitectura que no sólo fuera moderna, sino que también evocara el paisaje brasileño que amaba y que dibujaba con reminiscencias de curvas femeninas.

Su oportunidad de brillar llegó en 1936, cuando Gustavo Capanema, el idealista ministro de Educación brasileño, le encargó a Lucio Costa el diseño del primer edificio moderno del país, la sede de los ministerios de Salud y Educación en el centro de Río. Costa y Capanema decidieron pedirle asesoramiento a Le Corbusier, quien viajó a Río. "En el Graf Zeppelin", dice Niemeyer. "Fui a conocerlo", agrega.

Le Corbusier descendió del cielo como "un dios poderoso que visitara a sus insignificantes adoradores", recuerda. O eso parecía. El resultado del viaje de Corbu fue inesperado. Hizo dos diseños para el ministerio de Capanema: uno idealista, pensado para un lugar inexistente junto al océano; el otro, un edificio bajo que de algún modo no conseguía plasmar la idea del nuevo Brasil y los nuevos brasileños. "Queríamos hacer algo muy especial", señala Niemeyer, "tal vez mostrar que éramos algo más que indios primitivos que bailaban para los visitantes europeos."

Niemeyer trabajó ad honorem con la ayuda de su familia (el padre era artista gráfico; el abuelo, juez de la Suprema Corte) y transformó la idea de Le Corbusier en el edificio elevado y sereno que adorna en la actualidad el centro de Río. Se lo considera un monumento nacional y se lo rebautizó Palacio Capanema. Si bien es rígido para los parámetros posteriores de Niemeyer, el palacio abunda en curvas interiores. El exterior está decorado con mosaicos románticos con caballitos de mar y presenta profundas estructuras para proporcionar sombra. El nuevo edificio, una fusión soberbia y fotogénica de arte, ingeniería, paisajismo y arquitectura, fue recibido con alborozo en 1943.

Para entonces, Niemeyer, que había inducido a Le Corbusier a incorporar curvas en sus diseños, ya había desarrollado su característico estilo fluido en una serie de nuevas construcciones en Pampulha. En Brasilia, quince años después, equilibró las curvas —las de la nueva catedral y las de las cúpulas del edificio del Congreso— con ángulos rectos, como los de los veinte edificios ministeriales idénticos del centro que bordean el Eje Monumental de la ciudad y los de los innumerables edificios de departamentos que diseñó.

"Brasilia fue un momento maravilloso", dice. "Diseñé una cabaña de madera y todos vivíamos ahí: yo, los ingenieros, los amigos que venían de visita y el propio JK. Le decíamos Catetinho (en la actualidad es un monumento nacional). bamos a los mismos bares y lugares de baile que los trabajadores. Fue un momento de liberación. Parecía el nacimiento de una nueva sociedad en la que las barreras tradicionales se hacían a un lado. No funcionó. Ahora Brasilia es demasiado grande. Los desarrolladores, los capitalistas, están ahí; dividen la sociedad y arruinan la ciudad. Brasilia tiene que hacer un alto."

En 1961 los militares tomaron el poder en Brasil. Niemeyer eligió un exilio de muchos años, en su mayor parte en París. Además de establecer una estrecha amistad con Jean-Paul Sartre y André Malraux, diseñó hermosas obras en Europa occidental y el norte de Africa. Como era un arquitecto por encima de todas las cosas, siguió diseñando proyectos para su país. El más sorprendente de todos es la sede gigante y aterradora del ejército (1971), ubicada en Brasilia, una estructura que no habría parecido fuera de lugar en el Irak de Saddam. No es extraño que a Niemeyer no le guste hablar de ello. Simplemente cambia de tema.

Es un hombre al que le gusta tener el control de todo, y sus poderosas construcciones lo demuestran. En la actualidad, si bien está rodeado por su familia, que constituye buena parte de su equipo profesional cotidiano, es un hombre que sobrevivió a sus pares. ¿A quién recurre ahora en busca de inspiración? ¿Habla con colegas más jóvenes? ¿Observa el trabajo de los arquitectos actuales? "No. Discuto conmigo mismo. Cuando dibujo, hay un hombre muy inteligente que pelea conmigo. Es un gran tipo. Le gustan la playa, las mujeres y el mar. Dice que quiere hacer una vida simple y pescar, pero sabe mucho más que yo de arquitectura. A veces le hablo en voz alta cuando estoy solo ante mi tablero de dibujo. De algún modo llegamos a las mismas conclusiones respecto de lo que una nueva construcción quiere ser, tiene que ser. Aparecen los dibujos. Escribo un texto para acompañarlos y lo vuelvo a leer para asegurarme de que tiene sentido, sentido común. Si no lo tiene, vuelvo a discutir conmigo mismo y hago un nuevo dibujo. Cuando todo se hace claro y simple, nace la construcción. Eso es todo. Nada más.".

¿Tiene conciencia del lugar que ocupa en los libros de historia? "Cuando la gente me pregunta si me complace la idea de que alguien vea mis obras en el futuro, contesto que esa persona también va a desaparecer. Todo tiene un principio y un fin. Usted. Yo. La arquitectura. Tenemos que tratar de dar lo mejor de nosotros, pero debemos seguir siendo modestos. Nada dura mucho tiempo."

Excepto, por supuesto, el propio Niemeyer. Todavía me cuesta pensar que el hombre que dejo ante su tablero de dibujo en Río de Janeiro es el mismo joven arquitecto que fue a conocer a Le Corbusier cuando éste bajó de un avión hace más de setenta años. Pero cuando dibuja, cuando crea esos dibujos simples, perfectos, seductores, el anciano y el joven son sin duda el mismo. Debe ser difícil ser una leyenda viviente, y esa es la razón por la cual, a pesar de haber creado algunas de las construcciones y monumentos más deslumbrantes de los últimos setenta años, Niemeyer se empeña en decir que no le gusta hablar de arquitectura. Tal vez no le haga falta. Basta con ver lo que construyó.