Sin caer en triunfalismo subjetivos, la excursión a Bilbao para conocer el Museo Guggenheim y disfrutar de la exposición de Juan Muñoz y del surrealismo, ha sido un éxito. Y lo ha sido en muchos aspectos, por la gran participación de l@s miembr@s de ACCIÓN, de amig@s y de simpatizantes. Por la convivencia y la camaradería que tuvimos entre todos y por lo que disfrutamos de la ciudad, del continente y del contenido.
La ciudad de Bilbao nos sedujo, despertando nuestra admiración y sana envidia. Todos imaginábamos Avilés dentro de 10 años, con sus tranvías urbanos pintados de colores o tematizados circulando en derredor del Centro Niemeyer. El edificio de Frank Gehry que alberga el museo, es una estructura soberbia, irregular poliédrica y asimétrica, que despierta una poderosa seducción en el visitante. Te acoge y te envuelve hasta que pierdes el sentido de la proporción y de la dimensión, al menos al que estas acostumbrado por vivir en espacios más reducidos, como tu pequeño apartamento proletario. Es un continente, que al menos a mí me parece que pertenece a una arquitectura mineral, que me recuerda a la química inorgánica, pero que a la vez parece respirar una animalidad intelectual orgánica en su aspecto más sutil. Tal vez sea por esa cubierta facetada y reptilesca, por esa piel de titanio, cuyas escamas al sol reflejan los brillos y los matices de unos grises infinitos, que abarcan y reflejan la luz y los tonos del cielo de Bilbao y de los estanques que lo rodean. Nos paramos debajo de la gran Maman, la inquitante obra de la escultora Louise Bourgeois, y nos detuvimos a aspirar los aromas del perro más floridamente kitsch del mundo, el Pupy de Jeff Koons. También en una terraza intima y casi zen, nos detuvimos abrazados a los prismas cariñosos y oxidados de Chillida.
Desde afuera parece un laboratorio del arte contemporáneo, pero desde adentro se percibe una grandeza catedralicia emocionante e inconmensurable, un templo laboratorio de las artes visuales. En el vestíbulo, las proporciones entre lo humano y lo arquitectónicos adquieren dimensiones trágicas. Será por esos pasillos y pasarelas laberínticas que nos van llevando, como Ulises perdidos, en pos de unos senderos que se deslizan colgando del espacio por la dimensión del tiempo arquitectónico. Somos náufragos que sucumben ante una multiplicidad de salas-islas, a cada cual más atractiva y sugerente. Mientras navegamos en esos ríos, en esas corrientes concéntricas, espirales llenas de intersecciones, de afluentes por donde fluyen las masas de visitantes apoyadas en las barandillas desde donde vemos lo otro, lo aquello, lo lejano, lo que trascurre... Un gran lucernario central en el vestíbulo, por donde mana una cascada de luz, que se escurre por bóvedas ciclópeas y curvas voluptuosas, que giran a capricho abrazando prismas de cristal, en cuyas entrañas suben y bajan ascensores que nos desplazan a la vista del gran vestíbulo por las tres plantas del museo, contemplando todo con el rostro exahusto de tanta maravilla. La sala de Arcelor-Mittal es una nave que con sus nervaduras, da cobijo en su gran vientre a la monumental y telúrica obra en acero corten de Richard Serra. De las exposiciones que alberga el Museo Guggenheim sentimos no podemos documentar con imágenes nada, porque las fotografías están prohibidas y nos vemos constreñidos a la palabra.
La exposición del surrealismo nos dejó boquiabiertos ante tanta muestra de los grandes del movimiento que conmocionó la plástica, la literatura y la cultura del siglo pasado. Había muchas manifestaciones de este movimiento que fundan Andrés Bretón y Paul Eluard, entre otros que buscan dotar a la cotidianidad de un sentido simbólico, espiritual y fantástico. Obras que abarcaban desde los utensilios cotidianos, el mobiliario y la joyería, hasta la espúrea publicitaria de campañas, carteles y revistas. Obras de grandes artistas muy conocidos del público española como Rene Magritte, Salvador Dalí o Giorgio de Chirico, como otros no tan conocidos del gran público como Eleonora Carrigton o el excéntrico paisajista James Edward, enamorado del paisaje mexicano y selvático de Xilitla done construyó su mansión inacabada.
La exposición de Juan Muñoz es sobrecogedora. La capacidad narrativa de este español universal se supera en cada sala, en cada obra. El malogrado Juan Muñoz, que nos dejó en el 2001 cuando apenas tenía 48 años, no sólo poseía un lenguaje propio, capaz de establecer una nueva estética escultórica, rica en conceptos que representan para el espectador una relación especial con su obra, sino que era un maestro en el manejo de la economía de los materiales y la técnica. No pretende abrumarnos con un tecnicismo y una maestría en la factura, al contrario, se sirve con una racionalidad en los medios sorprendente. Posee una técnica asombrosa para contarnos lo que quiere con los menos recursos posibles. Repite moldes de rostros, descarta pies y pone guantes rellenos de líquido en vez de modelar manos, es un perfeccionista del episodio y un genio del discurso, que no se entretiene en apabullarnos o demostrar su grandeza técnica como tallador o modelador. Su obra tiene una belleza poética terrible. Hay sobre todo en los grupos de figuras una capacidad de seducción que da miedo, porque es capaz de atraernos, hasta que nos volvemos cómplices de la historia que Juan nos cuenta, partícipes del episodio. Porque las figuras nos suponen y eso da cierto respeto, sobrecoge, porque es como si el espectador fuera parte de la obra.
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